Anteayer se
consumó el milagro esperado. Cerca de ocho años esperando en Dios, madrugando,
llorando, gimiendo, de noche y de día, tratando de darle testimonio a mis hijos
de cómo se debe confiar en Jesús en medio de la adversidad, confesando con mis
labios todas sus maravillas y confiando en que Él sería fiel y honraría mi
insistencia, como nos ha mandado en su Palabra que hiciéramos, al enseñarnos a
pedir, llamar y buscar. Testifico con mucha reserva, y con cierto temor a no
insinuar que mi esfuerzo tiene vestigios de gloria propia, porque tengo claro
que toda la Gloria por lo que ha sucedido en mi vida le pertenece a Dios, quien
pone en nosotros tanto el querer como el hacer. Ayer por la madrugada nos
reunimos en la sala de casa toda la familia, mi esposa, mis dos hijos y yo, y
agarrados de manos entre lágrimas le dimos gracias a Dios, con el particular
agradecimiento mío por no haber permitido que yo quedara mal ante mis retoños,
porque así, cuando en el futuro ellos se tengan que enfrentar al día malo,
sabrán confiar como lo hicieron su madre y su padre en su gran prueba, que duró
cerca de ocho años. A Jesús, quién murió en la cruz por nosotros, y resucitó,
sea toda la Gloria y toda la honra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario