No nos debe extrañar la reciente decisión
del Tribunal Supremo sobre la legalización del matrimonio entre personas del
mismo sexo. Cuando entré a la Escuela de
Derecho en el año 1979 hacía apenas unos años que se había decidido el sonado
caso de Roe v. Wade, mediante el cual se legalizó el aborto en los EE UU, con
leves excepciones. Desde entonces han
muerto decenas de millones de niños en manos de inescrupulosos médicos, con el
consentimiento de sus madres y a veces con el de sus padres también. Se podría argumentar que el daño directo, e
indirecto, de esa decisión ha sido catastrófico, pero la vida ha seguido su
curso, incluso para los cristianos. La
iglesia, en vez radicalizarse por tan vergonzosa decisión judicial sobre el
aborto, se dedicó a predicar un diluido mensaje de prosperidad y buena vida,
aunque siempre Dios mantuvo un remanente fiel que proclamó el Evangelio como
debe ser. Esta vez probablemente no sea
muy diferente, aunque vislumbro un leve matiz más adverso, por la militancia de
los ganadores. Querrán que se acepte el
mensaje de “igualdad”, tratando de llevar el péndulo al otro extremo. Ahora nos tocará el turno a los que
reclamamos nuestro derecho a creer como bien nos parezca sin que nos obliguen a
aceptar el modo de vida de los demás. He
ahí el punto de principal controversia a mi modo de ver.
Antes de la decisión ya se obligaban a
jueces a casar a parejas del mismo sexo e incluso se amenazaban a algunas
escuelas cristianas con quitarles fondos
si no aceptaban a maestros homosexuales en sus planteles y nos obligaban a
aceptar otras cosas que iban directamente en contra de la conciencia del
cristiano. Por eso pienso que el efecto
de esta decisión será mucho más complejo que el de Roe v. Wade, porque en
términos generales a nadie se le obligaba a abortar, mientras que ahora se
pretende obligar a aceptar y permitir que incluso se adoctrine a nuestros hijos
para aceptar como buena una conducta que los cristianos consideramos que puede
afectar el destino eterno de quienes la adopten.
En resumen, no nos debe extrañar ni la
decisión sobre el aborto ni esta reciente decisión sobre el matrimonio de
personas del mismo sexo. Este mundo
caído y vendido al pecado tiene su dios y ambos serás juzgados. Dios nos ofrece su Gracia a través de la fe
en Jesús para que escapemos del juicio venidero. El fin se acerca. Nuestro deber principal es predicar el
Evangelio de Jesucristo a tiempo y fuera de tiempo. No debemos pretender llevar a cabo cambios
que van en contraposición a lo profetizado, porque eso podría ser un ejercicio
fútil y hacernos quitar nuestra mirada de nuestra principal encomienda, a
saber: predicar el Evangelio a toda criatura.
Defendamos nuestros derechos, por supuesto, pero con el principal
objetivo de tener paz para predicar, que debe ser nuestra prioridad en esta
tierra. Después de todo, el reino de nuestro Señor no es de este mundo
y no debemos pretender vivir aquí como si estuviésemos allá.
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