Hoy uno de mis
hijos rompió un recipiente de cristal que a Ceci le gustaba mucho, en el cual
poníamos los limones en la cocina para acordarnos tomar uno con agua templada todas
las mañanas antes de desayunar. El entró
a nuestro dormitorio muy preocupado para contarnos el accidente como si hubiese
sido un grave error. Yo reaccioné rápido
y vine a la cocina para ayudarlo a recoger los vidrios y reafirmarle que no era
importante pues había sido un simple accidente.
“No es nada hijo, lo que pasó, pasó, especialmente si no tiene remedio”,
le dije. Luego le conté un incidente que
me paso a mí cuando tenía más o menos su edad, en el cual rompí una vasija muy
valiosa para mi madre, desde el punto de vista sentimental, y en cierto sentido
material también. Lo mío fue una
torpeza, pues jugando, y correteando, tropecé con el mueble donde estaba la
vasija y la tumbé haciéndola añicos.
Cuando eso pasó, seguí contándole, yo pensé que mamá me iba a dar
tremenda paliza. Asustado la vi venir,
le conté a mi hijo, y de repente en vez de pegarme o castigarme, me consoló
(porque me vio asustado) y me dijo: “Eso no es nada hijo, no hay mal que por
bien no venga. Ya el búcaro se rompió y
no podemos hacer nada.” Esa fue una gran
lección de amor que me dio mamá, le conté a mi hijo, y acto seguido le di un
abrazo y lo volví a consolar. Por su
mirada de alivio, estoy completamente seguro que cuando él sea padre hará lo
mismo que yo hice con él, con sus hijos.
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