Los ataques
personales previsibles no hacen mucho daño porque uno suele estar preparado
para defenderse en humildad y con actitud Cristiana; los que hacen daño son
aquéllos que uno no espera, los que vienen de sorpresa y te ofenden
profundamente arrancando de ti una reacción inapropiada que te lleva a pecar
con tus labios, quitándote la paz. Esos
son los que socavan tus cimientos porque después de muchos años de lucha y de
haber alcanzado grandes victorias te hacen sentir como que todo lo logrado en
la edificación de tu carácter se ha ido por la borda en un momento de falta de
control. Por dicha, Dios en su infinita
sabiduría ha provisto para tu inmediata restauración enseñándote que cuando eso
te suceda, te humilles y le pidas perdón a la persona que te sacó de tus casillas,
aunque en tu mente estés convencido de que es ella quien debiera pedirte perdón
a ti por haberte incitado a pecar con tus labios. Si te humillas, Dios te defenderá hasta la
eternidad. Si luego de humillarte la otra
persona no te quiere perdonar, esa persona tendrá que resolver el asunto con
Dios, porque desde el momento en que tú te humillas Él se convierte en tu
defensor.
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