Esta mañana
estaba muy cansado. Afortunadamente, Ceci
decidió prepararles el desayuno a los niños y llevarlos al cole; si me hubiese
sugerido que yo lo hiciera, lo hubiese hecho, porque ahora, después de haber atendido la casa solo durante dos semanas, ando derechito
como una vela. De todas formas, yo
aproveché su generosidad, vine a mi oficinita y me puse a trabajar en algunas
cosillas. Mis dos hijos se quedaron en
la cocina y luego se prepararon para irse para la escuela con Ceci. Yo escuchaba el revolú de esos minutos antes
de marcharse, que ya se ha convertido en un ritual mañanero. Que si la lonchera, que si el agua, que si la
asignación, que si la ropa del gimnasio, que si déjame peinarme, que si la
camisa está estrujada, en fin, lo de todas las mañanas. De repente, Ciro Manasés entra a mi cuarto, mochila
a cuesta, se me acerca, me da un abrazo, un beso, y me pregunta cómo me fue en
el Seminario. Yo reciproqué todos los
gestos de afecto y le dije: “¡me fue muy bien!”
Entonces le dije: “Oye, ¿dónde está Álvaro? No le he visto la cara hoy. No ha venido ni a darme los buenos días.” Se lo dije en un tonito sutil de queja, que
más bien era un leve lamento, que una queja formal. Él salió de la habitación y al cabo de 30
segundos entró Álvaro con la mochila puesta, se tiró encima de mí para darme un
abrazo muy, pero muy cariñoso, y dándome los buenos días, me dijo: “Perdona
papi.” “No pasa nada”, le contesté. Y mientras yo disfrutaba el momento, Ciro
Manasés se asomó al cuarto -- Álvaro no lo veía porque tenía su rostro en
dirección opuesta -- y mirándome, me hizo una guiñada y levantó el dedo pulgar
de su mano derecha, en señal de que todo salió bien. Como un pavo real, me hinché de orgullo por
la conducta de mis hijos.
Después que
se fueron mis hijos, me puse a meditar.
Al pensar bien sobre el incidente, luego de unos minutos de
introspección, pude entender que mi alegría no tenía mucho que ver con los
buenos días de Álvaro, ni con su buena actitud de amor y humildad. Al analizar la situación, comprendí que el
sentido de bienestar que estaba experimentando se debía más bien a la reacción
de unidad de ambos sin aprovechar la situación para sacar ventaja procurando un
afecto especial ni reprochándose el uno al otro. Ciro Manasés actuó bien al proteger a su
hermano de un malentendido y Álvaro actuó correctamente al venir donde mí y expresar
sentimientos de amor con humildad, lo cual me derritió y eliminó cualquier
vestigio de reproche que pudiese haber habido en mí. El gesto de Ciro Manasés con el dedo pulgar
me hizo entender, por su efecto positivo en mí, que Dios verdaderamente se
agrada de la unidad de sus hijos y prefiere que pasemos por alto los errores y
busquemos la armonía como una familia que somos, en Cristo Jesús.
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