Hoy, mientras
viajaba fuera del área metropolitana para un cierre, tuve mucho tiempo para meditar
tranquilamente sobre la guerra espiritual del cristiano. Esta guerra es profunda, sutil, desgarradora,
inmisericorde, violenta, y frecuentemente camuflada. No hace mucho escribí en respuesta a una
reflexión de un hermano que los ataques del enemigo abundan en el ámbito sexual,
pero que muchas veces hay ataques encubiertos que pueden ser muchísimo más
peligrosos que la fornicación y pecados por el estilo. ¿Por qué?
Porque la fornicación y el adulterio son pecados claramente identificables
y quien los comete suele saber que ha pecado y todo lo que tiene que hacer para
restaurarse es confesar y apartarse del pecado y restaurar el daño causado
hasta donde sea posible.
Una de las estrategias
del enemigo en esta guerra es tratar de neutralizar el principal mandamiento de
Jesús, a saber: “Que os améis unos a otros.”
Cuando Jesús nos dio ese mandamiento nos lo dio con el fin de que, entre
otras cosas, el mundo supiese que somos sus discípulos; que viesen a Jesús en
nosotros. Al amarnos los unos a los
otros el poder de Dios se manifiesta en nuestro medio y glorificamos a Dios,
atrayendo así a las almas necesitadas de salvación. Cuando nos aborrecemos los unos a los otros, Dios
no suele manifestarse en nuestro medio, dificultando así nuestra labor de ganar
almas para Jesús. El apóstol Juan parece
haber internalizado bien la importancia de ese mandamiento, a tal punto que lo
enfatiza a saciedad en su primera epístola.
Incluso nos dice que el que no ama a su hermano no es de Dios ni conoce
a Dios. Es tan importante ese
mandamiento que se nos dice que no podemos decir que amamos a Dios que no vemos,
si aborrecemos a nuestro hermano que vemos, aparte de que si lo aborrecemos nos
hacemos homicidas. Sin amor, nada somos,
nos dice Pablo yendo más lejos.
Al final de
ese análisis entendí que una de las estrategias principales del enemigo es
atacar las manifestaciones de amor entre los hermanos. “Divide
y vencerás”, dicen que dijo Julio César.
Hacer que líderes tengan envidias los unos de los otros, que se celen,
que utilicen métodos mundanos para atacar y destruir al hermano, sin importar la
pureza del objetivo del hermano que se ataca, no son métodos que pasan el
cedazo de las Escrituras. El fin de
nuestras acciones frecuentemente parece ser neutralizar al hermano, si no está
de acuerdo con nosotros. Si se va de la
congregación, mejor, parecemos pensar. No
nos damos cuenta de que si satanás logra dividir a los hermanos y logra “que se
aborrezcan los unos a los otros”, logra precisamente lo opuesto a lo que Jesús
quería lograr cuando nos mandó: “Que os améis unos a otros.” Así las cosas, podemos concluir, con relativa
certeza, que cuando hay celos y contiendas en el seno del cuerpo de cristo,
estamos ante una manifestación de sabiduría diabólica, como escribió Santiago.
En resumen,
el objetivo principal del enemigo para neutralizar a cualquier congregación,
probablemente sea tratar de lograr que los hermanos, y muy en particular los
líderes, adopten actitudes opuestas a las que se reflejan cuando nos amamos los
unos a los otros, para que haciendo así terminemos aborreciéndonos los unos a
los otros, socavando la labor de la iglesia.
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