Llevo
años luchando y creyendo, sin ver nada, sin recibir respuesta a mi clamor. Hoy llegué de una cena de negocios, después
de haber recibido una gran victoria. Mi
hijo pequeño me recibió con alegría, alegría de niño, alegría de verme, nada
más. Él sabía, que otra vez más seguía
tratando, trabajando, luchando, y me miró y me preguntó cómo me había ido. Le respondí: ”Hijo, Dios proveyó, finalmente
Dios nos dio la victoria. Yo te dije que
Jesús no nos fallaría.” Entonces me abrazó
y me besó. Yo lloré, porque Dios me
honró ante mis hijos. Me hizo quedar
bien. Era cuestión de esperar y actuar,
dicotomía perenne del cristiano que cree. Ahora estoy dormido y me voy para la cama,
con la satisfacción del que sabe que Dios honra al que le honra. Muchas
veces vivimos en carne propia las consecuencias del pecado, pero si obedecemos,
también viviremos la recompensa de la obediencia.
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